Un segundo, sólo un segundo para dejar de existir.
Un segundo para darme cuenta que de tan ínfimos seres que somos, encontramos pequeños consuelos en extraños sin rostros.
Un segundo para descubrir la infinidad que rodea nuestros pensamientos y explicársela al viento que se marcha hacia otro espacio.
Pero ya no necesita segundos el reloj para entender el porqué de la complejidad del día, el porqué del cambio continuo de algunos planetas, el porqué de la tierra partida.
Sin segundos en mi reloj, descubro sólo sombras y luces que aparecen y desaparecen; por momentos indicando que el día terminará de manera extraña, que el día empezará como consecuencia del deceso de la luna.
Sólo segundos en los que profundamente deseo hundirme en el tiempo, ya no extrañar, olvidar el vacío nocturnal.
Me refiero a extrañar la vida que una vez se deslizó de mis manos.
Me refiero a extrañar el sol que nació en cada amanecer cuando sus ojos aún simulaban ser libres.
Me refiero al tiempo que dediqué para ser feliz sin olvidar mi papel de persona coherente en la biblioteca viviente. (Ahora, ¿es posible ser coherente y feliz a la vez?)
Me refiero al caos sin espacios, ni consecuencias catastróficas.
Me refiero a esa voz debilitándose suavemente con las horas al pasar.
Me refiero al puente que nunca cayó, las aguas que tranquilas corrieron por debajo y al cielo que nunca lloró en tu heredad.
Me refiero a mí y los segundos que malgasté en pensar.
Fluir, chocar, amarrar, soltar y dejar ir.
Todo es lo mismo alguna vez.
Todos corremos hacia la misma dirección.
A menudo, me convierto en un ser ordinario sin belleza interior.
Lo que me asusta en verdad son mis segundos, segundos que pasan apresuradamente, sin saber yo a donde ir.
Segundos, segundos, segundos…ellos construyen mi existencia.
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